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KLEIN LA PURIFICACIÓN AZUL.

Actualmente se presenta en el MUMOK de Viena (Museum Moderner Kunst Stiftung Ludwig Wien) la exposición Yves Klein. The Blue Revolution. Esta exhibición se mostró recientemente en el Centre Pompidou de París, y fue realizada en colaboración conjunta. Es la primera vez que Austria acoge una retrospectiva del artista de tal envergadura.

El nombre de Yves Klein se asocia principalmente con los monocromos y el International Klein Blue (IKB), color que patentó en 1960. Pero su trabajo no se ciñe a la pintura y la escultura, también se asocia a otras áreas, como la música, la fotografía y el video. La retrospectiva reúne más de 120 piezas entre pintura, escultura, dibujos, manifi estos, documentos y videos. Entre las obras presentadas, 71 de las piezas seleccionadas pertenecen a importantes colecciones públicas y privadas de Francia, Estados Unidos y Japón.

Para mediados de los años de la década de 1950 Klein comenzaba a conquistar el escenario artístico mundial, posicionándose como el pionero por excelencia del arte que se desarrolló en los años sesenta y setenta en Europa. Joseph Kosuth, artista conceptual, lo elogia como fundador del Concept Art, ciertamente Klein es referencia obligada para los movimientos artísticos que surgen después de él: fluxus, happening, performance y body art. Klein nació en 1928 en Niza. Proveniente de una familia de artistas, su padre, Fred Klein, era paisajista de la escuela del sur de Francia, y su madre, Marie Raymond, una de las primeras pintoras del informalismo en París. De modo que la disyuntiva familiar entre la figuración y la abstracción dio en Klein un giro inesperado, y pronto se decide por el color como el fundamento formal y espiritual de su trabajo.

Es un artista singular que hace del arte una suerte de pasaje de entrada a una vida espiritual elevada. Con formación en estudios de judo en el instituto Kôdôkan en Tokio, iniciado en las doctrinas de los rosacruces, y lector de las filosofías y psicologías de su tiempo, particularmente de Bachelard y Jung, no es de extrañar que vida y arte en Klein sean dos caras de una misma espiritualidad.

En toda la historia de la pintura nunca un color ha estado tan asociado a un artista. Klein descubrió la singularidad de una forma, de un gesto, en el color azul. Así como Pollock lo descubrió en el dripping, Lucio Fontana en el agujero, Mark Rothko en los campos cromáticos, tal como ellos, Klein descubrió sencillamente el azul.

 “¿Qué es el azul? El azul es lo invisible haciéndose visible… El azul no tiene dimensiones. Está más allá de las dimensiones que forman parte de los otros colores”

Cuando París de los años cincuenta, conmocionado por enfrentarse al problema que implicaba la utilización de un solo color, pedía a Klein que rindiera cuentas, él contaba la siguiente historia de la antigua Persia: “Un flautista comenzó un día a tocar tan sólo un único tono continuo. Al seguir así a lo largo de unos veinte años su esposa le hizo ver que todos los demás flautistas tocaban tonos armónicos y melodías completas y que quizá aquello resultara más variado. Pero el flautista monótono contestó que no era culpa suya si él ya había encontrado la nota que los otros todavía estaban buscando”.

Un tono cromático continuo en pintura nos pone cara a cara con lo indeterminado, con la ausencia de la forma y con ello nos enfrenta a los puntales oscurecidos de la cultura occidental, ahí donde nuestra representación del mundo se disuelve: el infinito, el vacío, la ausencia, lo inmaterial. Todo aquello nos provoca un vértigo epistemológico, porque a fi n de cuentas refiere a lo incognoscible.

Cuando el flautista de la historia encuentra lo que lo monótono le da Klein comienza apenas con su búsqueda. El monocromo es tan sólo el principio de lo que tendrá que encontrar al paso de su corta vida. Pero volvamos al azul, cito las palabras de Klein: “¿Qué es el azul? El azul es lo invisible haciéndose visible… El azul no tiene dimensiones. Está más allá de las dimensiones que forman parte de los otros colores”. En esta frase podemos detectar la influencia inmediata de Bachelard: “Lo azul es la oscuridad haciéndose visible”.

La oposición visible-invisible, presencia-ausencia, refiere a la dialéctica cultural filtrada hasta nuestro siglo: materia y espíritu, cuerpo y alma, sensibilidad y razón. El impulso artístico de Klein lo lleva a superar la tensión dialéctica que se establece entre estos polos antagónicos de la cultura. El cielo está en la tierra, lo que Klein busca es la materialización de la sensibilidad y la espiritualización de la materia. Tanto Klein como Bachelard toman como referencia lo celeste como portador del vacío, de lo inmaterial, como la ausencia absoluta de representación. Ante un cuadro monocromo de Klein el ojo nunca se detiene, no se fija en ningún punto, volviendo inoperantes las categorías de sujeto contemplador y objeto contemplado. Es como una mirada al cielo cuando no interfiere ningún elemento en nuestro campo de visión. Es uno contra la inmensidad y Bachelard se pregunta si no es el cielo el que nos mira. Lo mismo la tela de Klein: el plano nos inquiere. La superficie mate de su pintura, nos disuelve, como espectadores, en su profundidad epidérmica.

Para acrecentar el efecto de ingravidez, separa intencionalmente el bastidor de la pared unos veinte centímetros. Es la levedad del ser a lo que alude el efecto de desmaterialización de la obra. Técnicamente hubo que superar varios desafíos y después de un año de experimentos con un farmaceuta químico, Klein encuentra la disolución líquida a base de éter y extractos de petróleo con la que cubrirá la superficie para que posteriormente el pigmento quede como impregnado y no pierda su intensidad lumínica. La dimensión del color se purifica, desprovista de huellas autógrafas disuelve toda forma, todo rastro del artista. Elimina toda voluntad de representación o figuración, es el equivalente a apartar todo elemento que se interpusiera entre nosotros y la enormidad celeste. Es por eso que el azul no tiene dimensiones. El movimiento contrario de los cuadros monocromos sólo pudo ser la antropometría. En ella se entintaba el cuerpo de las modelos y se imprimía sobre la tela. La impronta de cada obra dependía del gesto y la anatomía de cada modelo. El lienzo es sudario donde el cuerpo deja su rastro, deja presente la huella de su ausencia. Sus pinceles humanos son la escritura del cuerpo, plástica y literalmente. Evocan la suspensión de la carne en el vacío. En el cuadro Hiroshima, 1961, una serie de siluetas aparecen como sombras flotantes, como fantasmas que anunciaran su muerte adheridas indeleblemente a la memoria.

En el aire flota un infinito sagrado, al menos así se advierte en estos artistas de posguerra. Recordemos a Lucio Fontana, con sus cortes al lienzo este hombre nos hizo ver que la nada es una cosa de este mundo. Efectivamente, sus cuadros abren la línea del infinito porque es la nada lo que se asoma debajo de esa abertura. ¿Y qué decir de una pintura de Rothko? La pintura es llevada a sus límites. En la intersección de sus bellísimos campos cromáticos siempre hay una zona que está en fuga, una franja, un borde, una

abertura, un resplandor, que se escapa a todo esto, una zona de indeterminación. Un espacio donde lo sagrado se hace pintura, donde a lo sagrado se accede mediante la pintura. Es titánica la labor de estos artistas, y el trabajo de Klein no es menor. Ha salido a la luz aquello que debía permanecer oculto, rajar el lienzo es superar el ilusionismo del arte e integrar el espacio real, el vacío real en el que está inmerso el arte y el vacío existencial de la persona que hace arte. Y con ello no podemos obviar la devastación espiritual que ocasiona una guerra. Los artistas abren con escalpelo la conciencia de su época. El proyecto trunco de la modernidad ha hecho caer el telón de fondo de la razón y nos dejó cara a cara con su barbarie. Este teatro sin telón exhibe a profundidad la crueldad de su escenario. La razón no es suficiente y se ha desplegado su anverso, desde el descubrimiento del inconsciente freudiano sale a la luz la potencia oculta de la conciencia, su revés denegado.

Cuando la pintura trata la superficie bidimensional como epidermis se asoma a profundidades insólitas. Su enseñanza es que lo profundo está en la superficie. Este razonamiento llevado a otros lenguajes implicaría que lo trascendental habita en la inmanencia misma. En la superficie de las cosas, en el disfraz más anodino de la piel se encuentra la médula, la sustancia, la verdad… y ésta nos sonríe desde su mascarada. Klein encuentra a su modo la zona de lo sagrado, muy al estilo de las religiones ve en el fuego el elemento sagrado, elemento purificador de la vida, por tanto de la humedad. Es el fuego más que la ablución mediante el agua lo que purifica el cuerpo.

Recordemos que el desierto es el lugar de la revelación divina en la Biblia. Siguiendo el espectro cromático de la llama, Klein llega en su obra tardía a la trilogía: azul, rosa y oro. Habla del fuego como principio unificador: “El fuego es íntimo y universal. Vive en nuestro corazón, vive en la vela. Asciende de lo profundo de la materia y se esconde latente, reservado como el odio o la paciencia. Entre todos los fenómenos es el único capaz de implicar con tanta claridad dos valores tan antagónicos: lo bueno y lo malo. Brilla en el paraíso y arde en el infierno. Se puede contradecir a sí mismo; es por tanto uno de los principios universales”.

Fueron pocos los años en los que Klein produjo su obra, más o menos ocho. Sufre dos ataques cardiacos y no podrá sobrevivir al tercero, que le sobreviene el 6 de junio de 1962. Poco tiempo antes de morir escribe en su diario: “Ahora quiero ir más allá del arte –más allá de la sensibilidad– más allá de la vida. Quiero ir al vacío. Mi vida será como una sinfonía de 1949, un tono constante, libre de principio y fi n, limitada y eterna al mismo tiempo, porque no tiene ni principio ni fi n… Quiero morir y entonces dirán de mí: ha vivido y, por tanto, sigue vivo”.