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El desenlace de las elecciones estadounidenses no terminará de dilucidarse con claridad hasta dentro de varias semanas, pese a lo cual los mercados bursátiles se muestran inalterables.

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Más allá de que el presidente saliente, fiel a su estilo, vaya a impugnar el resultado de los comicios presidenciales durante el mayor tiempo posible, hasta principios de enero no sabremos cuál de los dos partidos, si el Demócrata o el Republicano, se hará con la mayoría en el Senado. No obstante, la atención de los mercados se centra en otras cuestiones.

En primer lugar, saben que, en Estados Unidos, la división de poderes ejecutivos y legislativos otorga al Congreso un dominio considerable sobre las políticas económicas y presupuestarias. Sin embargo, sabemos ya que el Senado no será “progresista”, por retomar la expresión que emplean en Estados Unidos, es decir, que apenas se escorará a la izquierda, dado que incluso si los demócratas lograsen los dos escaños de Georgia en enero —lo que no está en absoluto garantizado— y, de este modo, obtuviesen la mayoría aritmética en el Senado gracias a la suma del voto de la futura vicepresidenta Kamala Harris, se trataría de una mayoría sumamente exigua y que incluiría a varios senadores demócratas muy moderados, por lo que no podría someterse a votación ninguna decisión drástica en el plano presupuestario (es decir, que multiplique el gasto público y aumente considerablemente la presión fiscal).

Por consiguiente, si bien la elección de Joe Biden como presidente constituye en muchos aspectos —incluido el de la política exterior,  competencia del Estado— un acontecimiento político de gran trascendencia, no nos encontramos en ningún caso en el inicio de un cambio significativo desde el punto de vista económico y, por tanto, desde el punto de vista de los mercados.

A falta de un plan de reactivación económica excepcional, que los más optimistas situaban a veces entre un “New Deal” como el de Franklin D. Roosevelt y un “Plan Marshall bis”, la política monetaria aplicada por el banco central del país seguirá ocupando un lugar preponderante en los cálculos de los analistas.

Desde este prisma, determinar la dinámica de los próximos meses resulta más difícil de lo que podría parecer. En apariencia, el número de incógnitas es menor: las elecciones estadounidenses han quedado atrás y los laboratorios farmacéuticos confirman uno tras otro el potencial de eficacia de las vacunas en las que trabajan con ahínco desde hace ocho meses. Como es lógico, en un principio los inversores acogieron con agrado esta concatenación de acontecimientos que resulta al fin favorable. En tan solo unos días, los mercados de renta variable repuntaron, los sectores cíclicos batieron con creces a los defensivos y los tipos de interés subieron.

Sin embargo, este pico de optimismo pone a los bancos centrales en una situación más ambigua que antes: ¿deben, al igual que los mercados, anticipar ya la llegada de días mejores y empezar por tanto a reducir sus intervenciones, aunque solo sea para que no se les acuse más adelante de haber inflado aún más una descomunal burbuja financiera? ¿O deben acaso centrarse en las repercusiones negativas inmediatas que la nueva ola de contagios inflige a la economía, ola que también ha empezado a cobrar forma en Estados Unidos, en un momento en el que el nuevo incremento masivo de las medidas de apoyo presupuestario sigue sin concretarse?

Christine Lagarde parece haber zanjado la cuestión al anunciar un refuerzo inminente del apoyo del BCE. Las intenciones de la Fed parecen seguir los mismos pasos, si bien de forma más incierta. Con todo, en ambos casos, cabría preguntarse si los mercados pueden contar con el despliegue de una enésima bazuca monetaria que no requiera su contraparte en el plano presupuestario.

Resulta difícil llegar a una conclusión sobre los efectos netos que tendrán para la economía y los mercados una nueva aceleración de la pandemia  justo cuando empiezan a concretarse las esperanzas sobre las vacunas, por un lado, y la confirmación del apoyo monetario en un momento en el que el respaldo presupuestario da muestras de flaqueza por el otro.

Los mercados, y especialmente los sectores cíclicos, que se muestran entusiasmados al poder por fin salir a flote gracias a que la normalización de la actividad económica se atisba al fin en el horizonte, no deberían tomar una gran bocanada de aire justo cuando la llegada de una última ola les llevaría a atragantarse.

Por tanto, además de contar con un cierto grado de exposición —sin duda indispensable— a la hipótesis favorable de una reapertura de la economía a corto plazo y a la espera de que la situación se esclarezca, convendría que los inversores no diesen la espalda demasiado pronto a los cuatro activos “antifrágiles” (es decir, que suelen beneficiarse de la incertidumbre) que ya han demostrado su valía en este contexto: las acciones de crecimiento con gran visibilidad (nada puede sustituir al análisis exhaustivo de la capacidad de generación de beneficios de cada empresa), China y su zona de influencia regional, las energías alternativas y el oro.

 

  * El autor es miembro del Comité de Inversión Estratégico de Carmignac