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En medio de los debates actuales sobre el crecimiento de la economía del país, conviene analizar la economía de la CDMX para entender de qué vive y cuánto aporta.

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El análisis económico solo puede realizarse en términos de la zona metropolitana; es decir, el territorio del antiguo Distrito Federal, hoy CDMX, y los diez ó doce municipios conurbados del Estado de México que forman una mancha urbana contigua (la que se ve desde un avión al aterrizar de noche) y que, en términos de relaciones sociales y económicas, no pueden ser diferenciados ya que hay empresas que funcionan en ambos territorios; mucho menos en relación al empleo, pues el intercambio cotidiano de personas entre ambas entidades es de millones.

Alrededor del mundo, las ciudades contemporáneas han transitado de una economía industrial a una de servicios y México no es la excepción; ya que es la ciudad más grande del país, la cual concentra un porcentaje del producto interno bruto muy por encima del porcentaje de la población que alberga. Cabe destacar que las cien ciudades más grandes del planeta concentran al diez por ciento de la población; no obstante, generan el treinta por ciento del producto interno bruto mundial, es decir, en las ciudades prospera la economía.

En la zona metropolitana de la Ciudad de México habitaban, en 2015, 20.8 millones de habitantes: el 17% de la población total del país, que además, generaba el 31% del PIB nacional, lo que remarca la importancia de su economía no solo para la Ciudad sino para México en su conjunto. Como muchas ciudades grandes, la de México ha ido transformando su base económica. Hasta los años ochenta había una mayor diversificación por una gran presencia industrial, un amplio sector de servicios y la actividad de un poderoso aparato gubernamental que generaba una importante derrama económica, además de muchos empleos.

A partir de los noventa, una serie de políticas ambientales relacionadas con la calidad del aire y la escasez de agua -sumadas a la apertura económica que fomentó el comercio internacional- generaron el cierre y salida de numerosas fábricas del Valle de México. De igual manera, la burocracia disminuyó su tamaño e importancia y el estado privatizó las empresas que permanecían en su poder. El mejor ejemplo es la industria automotriz, que hasta entonces estaba concentrada en la Ciudad y ahora se encuentra dispersa por buena parte del territorio nacional.

Este cambio, en apenas unas cuantas décadas, llevó a la economía de la ciudad a una estructura donde los servicios aportan el 83% de su PIB, la industria manufacturera el 10% y la industria de la construcción el 6%. El sector primario, es decir la agricultura, prácticamente no aporta nada. Con esta estructura basada, predominantemente en los servicios -finanzas, comercio, transporte, educación, recreación, cultura, salud y turismo-, se crea la riqueza de la ciudad: con ella se generan la mayoría de los empleos de quienes aquí habitamos y es el sustento de la base fiscal que mantiene a la Ciudad de México. A esta estructura se le debe sumar el sector informal, al que la mayoría de los análisis calculan en por lo menos el 23% de la producción.

La informalidad abarca, no solo a los vendedores ambulantes que proliferan en la capital, sino también a muchas actividades artesanales y de servicios que no pagan impuestos; ello sin contar los recursos provenientes de actividades ilegales que deben ser combatidas. Obviamente, esta estructura económica se aloja en edificios e infraestructuras: torres de oficinas, centros comerciales, terminales de autobuses, escuelas y universidades, parques, estadios, auditorios, teatros, cines, hospitales, hoteles; así como en casas, pequeños talleres, azoteas y garajes.

De ahí la importancia de permitir, de manera ordenada, el libre crecimiento de la oferta de espacio dedicado a estas actividades ya que, de no hacerlo, se crean graves distorsiones a la economía y en última instancia se limita su crecimiento y además, se inhibe la recaudación de impuestos: sobre todo del predial, que bien cobrado y bien invertido puede mejorar las condiciones de vida en la Ciudad, sobre todo para las familias de escasos recursos.

También, las políticas públicas deben reconocer al sector informal no criminal como parte de la economía urbana, y no como un componente aislado, entendiendo la interacción entre este sector y la economía formal. Por ejemplo, buena parte de la proveeduría de negocios formales como el turismo, las exposiciones, el teatro, los restaurantes, la construcción o el diseño de interiores, se genera en pequeñas fábricas informales de carpinteros, herreros, costureras, sastres o electricistas, que se alojan en amplios territorios de la Ciudad, incluyendo el centro histórico formando cadenas en donde interactúan ambos sectores. Con base en lo anterior, será difícil planear el futuro de la Ciudad si no se cuenta con un cabal entendimiento de cómo funciona su economía.